Post by Giedrè Ausra on May 1, 2022 9:21:00 GMT
El sonido de su despertador rompía con el silencio total de edificio. Desde hace varios minutos atrás que había comenzado a sonar y ahora, con golpeteos insistentes a su puerta, la casera tuvo que intervenir a causa de la molestia que la campanilla provocaba. "Lo siento", respondió con la garganta seca. Era extraña la vez en la que alguien tan silencioso y reservado como él llamaba la atención en el edificio, por lo que lo de ahora no quedaría en más que una llamada de atención, en lugar de una advertencia.
Su brazo se estiró pesaroso hasta aquel aparato y, con un par de golpes de la puntas de sus dedos, terminó con tan molesta insistencia. Su abuela le había regalado aquel viejo despertador; era fanática de coleccionar cosas viejas y de repararlas por cuenta propia y, como buena tutora, creyó que si Giedrè lo conservaba en su estancia en París, sería entonces capaz de levantarse temprano en días tan importantes, como lo era el día de hoy.
El viernes había llegado de imprevisto y sin la compañía de nadie. Dormir la noche anterior le fue más que imposible y el sueño terminó cediendo en su auxilio hasta altas horas de la madrugada. Ni siquiera la compañía de su mejor amiga le trajo tranquilidad y todo empeoró una vez tuvo que marcharse, cuando tuvo que encontrarse solo con sus pensamientos. Iona fue amable escuchándole, pero incluso él había terminado repleto en hastío por tanto llorar y de repetir lo mucho que extrañaba a aquel hombre. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando se encontraba en medio de esa oscuridad junto con él, cada vez que cerraba los ojos? En verdad que comenzaba a odiarlo, por haberle conocido y por haberle dejado. Incluso la vocecita, que de vez en cuando escuchaba en su habitación, se sentía tan presente como lo hacía ahora la presencia de Maret.
—Son las 9:08 de la mañana y llevas ocho minutos de retraso. —Qué ironía, ahora comenzaba a escucharle cuando se suponía que estaba solo, o eso creyó.— Si recuerdas cómo sumar, sabrás que en nada se convertirán en diez. A menos, claro, que se te ocurra levantarte para tomar una ducha, en este preciso instante.
Su voz tan juguetona, le hizo sonreír. Ese deseo por sentirle de vuelta parecía haberle convertido en una alucinación, una que, al palmear dos veces de manera sonora, hizo que saltara de golpe, fuera de su cama debido a lo real que se había sentido, a lo real que era ahora. Fue entonces que sus ojos azules, todavía hinchados de tanto llorar, se miraron con sus los del color del ámbar.
—¡Muévete, Giedrè! —Era real, se trataba de Maret.— No puedes echar por la borda estos ocho meses que has trabajado tan duro, sólo porque un estúpido se quiso ir de tu lado. Dios santo...
El hastío, su mano golpeando su propia frente y las palabras que escupía al mirarle hacia abajo mientras su entrecejo se fruncía. Su profesor le miraba ahí, apretando la muñeca que sostenía su portafolio; su pie izquierdo comenzó a golpear la duela, impaciente. Estaba molesto, fastidiado. No entendía qué era lo que pasaba pero sí que en verdad se encontraba ahí, con él, esperando porque hiciera algo. Se había llamado estúpido a sí mismo y con esa simple palabra pudo entrelazar lo que sucedía: Nereo, su gentil consejo y el insulto que tuvo que darle porque estaba con ese otro, con alguien que no era él. Maret lo sabía, estaba al tanto de todo.
Fue el turno de Giedrè para molestarse.
—¿Por qué no estás en la oficina? ¿Qué no estás haciendo esperar a Nereo? —Como si fuera menos importante preguntar cómo es que había entrado ahí o siquiera confirmar si era real o no. Ni siquiera pensó en aclarar su garganta antes de abrir la boca, así que sonó ronco y terminó por lastimarse.— ¿Qué no-? ¿Qué acaso no tienes que cumplir tu compromiso con él, Maret? ¿Qué estás haciendo aquí ahora?
El silencio se formó en esa habitación y el movimiento de aquel taconeo contra el suelo se detuvo. El más joven sintió cómo la mirada del otro le penetraba, sin temor alguno a lastimarle. ¿Por qué tuvo que abrir la boca para haber dicho todo eso? Ni siquiera aún, cuando se levantaba de la cama, pisando la madera fría debajo de sus pies, le permitió acercarse de vuelta a ese hombre por más que llevara semanas esperando por la más mínima señal suya.
—Hablemos de eso y de todo lo que quieras cuando tomemos el tren a Berlín y después a Varsovia. Si no me equivoco, deberíamos estar llegando a Vilna pasada la media noche, ¿o no? Dios, la cadera va a terminar de matarme después de estar sentado más de ocho horas contigo. —Giedrè levantó ambas cejas, incrédulo a lo que oía. ¿Cuántas veces no quiso escuchar todo eso desde hace tanto? ¿Cuántas veces no le rogó porque le acompañara a casa, a conocer a su familia y a ser parte de lo poco que tenía? Miró al castaño bajar la vista y a darle un sutil golpecito, con la punta del pie, a una de sus maletas de mano que dejó a medio terminar.— Tienes nueve minutos para estar listo. Tu examen nos espera, tonto Giedrè, y llevas dieciséis minutos de retraso ya.
Con un suspiro, el moreno le miró dar media vuelta y dirigirse hacia la puerta. Nuevamente se estaba alejando de él y las palabras de la persona que ahora se hacía llamar su pareja, se atravesaron por su cabeza: "...ambos sabemos a quién hubieras escogido." Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas después de inundarse entre celos y envidia pura, su cabeza no podía más que traducirlo como esa inherente sensación de abandono que siempre le hubo de acompañar. Necesitó pasar su pulgar y el dedo índice para detener el recorrido de aquel líquido salino, y avanzar hacia él, sujetándole de su abrigo para detenerle. Necesitaba tomar cuanto pudiera de su persona ahora que le tenía de frente; casi pudo escuchar a Renan a nada de reprocharle.
—¡Tardaré ocho! —La risa nasal de Maret se escuchó de pronto, mientras miraba su espalda. Sus labios se curvaron en automático, formando esa mueca de la que incluso él se sentía incómodo.
—Haz lo que quieras. El taxi va a cobrarme la hora completa, de todos modos.
Para alguien que estaba acostumbrado a tener solo un poco de lo que quería de la gente, esa mañana se sintió como un sueño. Mientras abrazaba ambas maletas y miraba la boca de su profesor hablar de todo y nada con el hombre que conducía, no pudo dejar de pensar en todo aquello que no podía tener de su parte. Quizás su profesor había dicho todo eso para sacarle de casa y hacer que cumpliera con su obligación como nieto porque, ¿era por lo que estaba en Paris, no era así? No había venido hasta aquí para llevarse algo y, aun así, sentía que tenía todo cuando estaba con él.
Mientras se encogía, avergonzado de sus acciones y pensamientos, ambos estuvieron frente a la cede en turno. El mismo Maret tuvo que abrirle la puerta después de pagar la cuota que había mencionado y, en nada, se apresuró a buscar a alguien del personal, encargado de ese día. El joven no pudo más que encogerse de hombros y, en menos de lo que imaginó, se encontraba adentro del salón de clases, tomando tal examen. Dios, sus mejillas estaba ardiendo de la vergüenza; pero qué persona tan disfuncional era. Con una hora de retraso, tuvo el atrevimiento de presentar el examen que ni siquiera le importó tomar este día. Todo lo que tenía, todo lo que le hacía falta, era por él y, mientras miraba la hoja en blanco, no pudo dejar de pensar en lo mucho que le atraía. Le gustaba demasiado, tanto que, cuando se encontró a solas con él, sentado a su lado, camino a la capital alemana, no evitó sujetar su mano y entrelazarla con sus largos dedos. Ni siquiera había llegado a tanto cuando permitió que le tomara del brazo, camino a aquel concierto. Había sido su primera cita y también la última.
La risa del docente volvió a asustarle. Le creyó dormido pero, mientras más esperaba algo de él, menos sucedía y, a cambio de nada, pudo sentir su cuerpo apoyándose encima de su hombro. Maret cerró el puño para él, correspondiendo su agarre, ¿cómo se atrevía a hacerle eso cuando tanto lo quería? Su corazón latió aprisa, escandaloso, ¿con qué cara debía mirarle ahora que le tenía de ese modo? ¿Seguía dormido, acaso? No, no era así, podía escucharle respirar como normalmente hacía.
—¿Qué le hiciste al lindo muchacho que tartamudeaba cada vez que le preguntaba algo? — Giedrè rió, casi como reflejo al no esperar escuchar ese tipo de pregunta. Su profesor chasqueó la lengua, claramente mosqueado, ¿acaso los papeles iban a invertirse por esa vez?
—Mejor dime, ¿qué fue lo que le hiciste tú?
Un suspiro salió de su boca, antes de escuchar su risa. Quizás sí había pasado lo suficiente durante ese mes que estuvieron lejos como para que la persona que ahora le contestaba fuera demasiado distinta a la otra que, con vergüenza, se quedaba en silencio, escuchándole hablar. De ese modo tan burdo y retorcido, como ahora se percibía, ¿había dejado de ser apetecible para él? ¿Era igual o aún más insuficiente como para buscarle? No, seguramente no lo era más. Estaban sujetados de la mano ahora y, de tratarse de una persona igual de común y corriente que la de antes, entonces Nereo ni siquiera le hubiera considerado del modo en el que lo hizo.
Su entrecejo se mantuvo fruncido la mayor parte del viaje, incluso después de abordar el autobús que debía acercarles a su domicilio. Fue hasta que su calzado se hundió en la tierra, húmeda por el rocío matutino, que se dio cuenta que había vuelto a casa. El viento soplaba diferente e, ignorante a que el otro no debía estar acostumbrado a ello, tuvo que detenerse para rebuscar por un abrigo más acorde al clima que ahora podía respirar.
Giedrè cubrió su espalda, la diferencia entre tamaños notoria. El castaño permitió vestirle y él no pudo más que sentir su mirada encima de su quehacer, sobre sus dedos, mientras subía el cierre hasta su cuello. Sus ojos se encontraron con los suyos y fue la primera vez que pudo examinar esa cicatriz de cerca, ¿cómo es que pudo haberse lastimado de esa manera? Se preguntó pero, entonces, la cara de su profesor enrojeció de repente y no supo el motivo de ello, tal vez el frío había quemado su piel. Era primavera, su estación favorita en todo el año pero, en ese lugar donde había crecido, la nieve tardaba en derretirse hasta finales de abril.
Había practicado tantas veces cómo presentarle enfrente con sus abuelos, que terminó olvidando todo lo que les quiso decir una vez les tuvo enfrente. Miró al suelo, ansioso sin saber qué decir. Simplemente se aparecía ahí, sin aviso alguno y con alguien que no conocían. Por suerte, sus pies se adelantaron y, hablando simple y de manera fluida, Maret se presentó. Estando con él no necesitaba pre armar ningún guion porque las cosas sabían cómo acomodarse, fluyendo siempre a su favor.
Mientras le guiaba hasta su habitación, escaleras arriba, Giedrè no pudo evitar pensar con cada paso que daba. La escalera crujía bajo sus pies; ¿habría practicado cada día, por cuenta propia, sólo para ese momento? Seguramente que lo había hecho, durante estos ocho desde que lo conoció porque, ¿de qué otro modo podría haberse interesado en aprender lituano? Sus mejillas ardieron, sintiendo ternura. No se suponía que terminara enamorándose aun más de él.
Ambos pasaron a la habitación donde podría instalarse. El día comenzaba pero tenían permiso de descansar cuanto lo necesitaran. Era el primer día de mayo y no pudo contenerse, quería estar con él. Tan pronto cerró la puerta, quiso arrebatarle esa misma prenda con la que le había arropado. Su dedo medio se entrometió entre la tela y, con un simple movimiento, desató de su cuello esa corbata con la que siempre le miró llegar, cada mañana en la que apresurado esperaba verle.
—Te doy dos días antes de marcharme, niño.
—Entonces pretende que estás conmigo.
Otra sonrisa y la boca de Maret se movió apresurada en contra de la suya. Giedrè respondió con molestia y desespero, ¿acaso su urgencia significaba algo? ¿Habría esperado por estar con él? No, era mejor no imaginar más cosas, no cuando sus dedos bajaron para deshacerse de la hebilla de su cinturón y, con un empujón, le tuvo contra la madera de la puerta, frente a frente. ¿Por qué su profesor se miraba tan pequeño en ese preciso instante? ¿Siempre había sido así y es que nunca lo había notado? ¿O es que acaso, en verdad, se había transformado en otra persona ajena a su yo de antes y ahora era alguien mucho más grande que el ayer?
Por cada pregunta en su cabeza, un beso nuevo le interrumpía. Sus dedos se enterraron contra la piel de su cuerpo, para delinearle. Caminó por sus costados, encima de su cadera hasta que pudo apretar sus muslos y empujar hacia dentro, una y otra vez. El joven le escuchó jadear, acortando su respiración. Detrás de sus lentes, miró sus pestañas aperlarse y, con un último beso de su parte, añadió una cicatriz más a su cuerpo repleto de muchas de ellas.
—El que debe fingir que está bien con esto, eres tú, Giedrè.
Maret era su profesor y él su alumno, no menos pero tampoco más. Siempre iba a serlo y no podía convertirse en otra cosa. Necesitaba pensarlo, tuvo que hacerlo, sobre todo cuando llegó el tercer día y su cama despertara vacía, tal y como se lo prometió.