wonderland. | Autoconclusivo
Jun 15, 2022 21:24:35 GMT
Nereo Silvereel and Idylion Durendal like this
Post by Maret Benoit on Jun 15, 2022 21:24:35 GMT
Después de las cuatro, el reloj de la pared marcaba la media y Maret abrió los ojos, despertando a la misma hora, como le era costumbre.
Mirando al techo, intentó acostumbrarse a la luz de la habitación, pasando, además, su pulgar e índice encima del puente de su nariz. Masajeó la zona, apretando un poco y, con un tenue quejido, supo que continuaba doliendo. Quizás no había sido lo mejor irrumpir en la casa de su compañero de trabajo de ese modo, aunque no podía decir que en verdad le hubiera importado recibir, o no, una represalia. Aún ahora, en ese preciso instante, se encontraba dentro de un hogar del que dudaba fuera suyo. Continuaba ahí, había vuelto y ahora despertaba a su lado, podía escucharlo respirar.
El castaño giró sobre su costado y miró el cuerpo de Nereo, desnudo y aferrado a su brazo con tanta devoción, una necesidad irracional. Era probable que su extremidad estuviera entumida luego de pasar la noche con el rubio abrazándole de esa forma pero, ¿qué más podía hacer sino soportarlo? Las palabras dejaron de ser suficientes y, ciertamente, no era como si pudiera darle alivio con el poco consuelo que se permitía ofrecer.
Su mano libre pasó encima de su costado, atrayéndole a su cuerpo. Era temprano, tenía el tiempo suficiente, así que quiso permitírselo. Sus dedos acariciaron sus caderas, apretándole mientras subía, lento, hasta que escuchó un quejido inconsciente salir de sus labios. Una risa salió suavidad y su roce ascendió hasta sus labios, separándolos con el pulgar de la misma. Fue entonces que se inclinó a besarle. Sus bocas secas se juntaron por un momento y, mientras se llenaba de él, pensó en lo bueno que eso sentía, era increíble. Si tan solo eso pudiera durar mucho más.
Después de su muerte, Maret odió besar otra boca que no fuera la de su difunta esposa. Todas y cada una de las que vinieron después de ella se sentían mal, incorrectas. Creía que con jugueteos, alguna persona podría divertirle pero, mientras más lo intentaba, peor le sabía. Todos los labios que no fueran los de Solange eran aburridos, huecos, sin sabor alguno y todo se agravaba aún más, cuando le era tan fácil conseguirlo. Aunque esa mujer ya no estuviera a su lado, no podía encontrar su recuerdo más que junto a la traición que había cometido en su contra. Fue desleal con ella, un completo mentiroso. Había fallado a sus votos de matrimonio y a la memoria que intentaba respetar. Todo intento por olvidaré y de seguir avanzando, se volvía cada vez más y más barato que el anterior y, en algún punto que ya no recordaba, prefirió ceder a su intento de hacer algo más por él. Ese era su castigo, lo que se merecía por haberla traicionado. De ese modo iba a morir, tenía que hacerlo, sino ¿con qué otra cosa pagaría si no era castigado lo suficiente?
Mientras le besaba y le miraba despertar entre quejidos, recordó a Giedrè, justo cuando le conoció. Había sido una mañana en la biblioteca, después de dar clase como de costumbre. Ya le había visto sentado cerca de su grupo días atrás, siempre escribiendo con un diccionario en mano, como si intentara llevarse algo del resto pero no sabía qué. Un día quiso acercarse, no importaba la excusa, lo importante era entablar cualquier conversación. Si no se equivocaba, le había visto por el rabillo del ojo, con el ceño fruncido y, en un acto tan simple, le dio la espalda sin más. Maret entendió, días más tarde, que lo único que ocurría era que no sabía cómo responder apropiadamente y por supuesto que le hizo reír, le había sorprendido, con ese porte tan serio y presencia tan sosa.
Ese joven había roto la imagen que tuvo siempre de su día a día. Giedrè se inmiscuyó en su cotidianeidad pero, cuando el otro quiso entrometerse en la suya, no quiso continuar. Ni siquiera besar sus labios con hambre, con las ganas de tocarlos desde hace tiempo, le hicieron sentir lo que le hacía falta. Ese joven sólo quería satisfacerse con él, probarlo por mero capricho de la edad y, teniendo un siglo de diferencia, ¿cómo podría entonces acompañarle…? No, ¿a quién engañaba? Eso era una simple excusa cuando sólo tenía miedo. Iba a ensuciarle.
Pudo sentir un manotazo molesto por parte del otro y entonces tuvo que ceder a su pensar. Nereo volvía a interrumpir su propia maquinación, del mismo modo que solía hacer siempre, imprudente, y eso le hizo reír. Era tan molesto, sumamente impertinente y, ahora estaba seguro que si no hubiera sido por esas ganas de querer adueñarse de su vida aún después de haberse separado, habría perdido todo interés en él. Sin cuidado, se acomodó encima de su cuerpo, con cada brazo a un lado de su cabeza y le miró despertar, lucir entero en su intento altanero por tener el control de la situación, de continuar rechazándole. Solo le bastó mirarle para delinear su cuello, su quijada, bajando de nuevo hasta su pecho, para recordarle todo lo que había sucedido esa misma noche, con una sonrisa en la cara.
Maret no paró de reír en ese preciso instante y, con otro par de caricias, le hizo ceder. No podía entender cómo era que Nereo le atraía lo suficiente como para hacerle volver hasta él y desearle. Tal vez se trataba de su humor tan cerrado, ese que sabía cómo sacarle carcajadas tan honestas cuando le interrumpía; era tan pesado. No sabía cómo guardarse las cosas al estar juntos y cada que le miraba, cuando creía que no lo estaba haciendo, era capaz de asustarse y poner la cara de sorpresa más humana al darse cuenta de su error. Dios, si en verdad existía, quería contarle lo mucho que le gustaba ese hombre. Lo hacía tanto que comenzaba a ser inadecuado, abrumador. Le hacía querer soltar las cuerdas de su viaje y atarse, en verdad, a él. Tuvo que terminar con su risa y un mar de silencio le inundó a él, a ambos. Necesitó apartarse.
Sus ojos volvieron a perderse en el techo de la habitación y entonces le miró darle la espalda. Era demasiado temprano como para hacerlo llorar pero eso fue lo que hizo, nuevamente. Algo se oprimió en su pecho cuando su sollozo comenzó, tenue, cada vez menos audible. Estos días le había visto cansado y, aun así, en medio de todo, Nereo hacía lo posible por responder a cada uno de sus juegos. Así le pagaba, era su forma de ser. Siempre escupía a la devoción que alguien le tenía.
¿Por qué tuvo que comenzar a sentir culpa con él, justo ahora? ¿Por qué tenía que ser con él, con el hombre que se suponía iba a jugar hasta conseguir información sobre una hija que probablemente estaba muerta?
No, era suficiente. No tenía por qué pensarlo. No quería hacerlo.
Volvió a girar, buscando su hombro para dejar una caricia. Sus dedos alcanzaron los mechones de cabello dorado que cubría su rostro, tal vez por eso lo mantenía de ese largo. Acarició su mejilla, acomodando su cabello detrás de su oreja, incapaz de besar su piel por ese día. Antes de incorporarse, se inclinó para hablar, cerca de su oído.
—Buenos días, bello durmiente.
Era mejor que las cosas continuaran así.
En silencio, Maret se levantó para darse una ducha y alistarse. El rubio no salió de la cama hasta que él salió de la habitación, o eso supuso. Volvió a mirar la hora, esta vez en su reloj de pulsera y, antes de dirigirse a la cocina, avanzó hasta la habitación del único familiar que Nereo parecía estimar. Entró con cuidado de no hacer ruido y le escuchó dormir, plácidamente. En alguna ocasión, hubo de escuchar que salía con un humano. Era todo un problema para su querido tío, ¿o no? Y, pese a ello, podía conciliar el sueño tan plácidamente. Qué envidia le daba el pequeño Alphonse, justo ahora. Cuánto no hubiera dado por haber vivido el resto de su vida como él compartiendola al lado de su difunta esposa.
Con una sonrisa, movió su hombro para tratar de despertarle. “El desayuno ya está servido”, dijo como una mentira piadosa. De vez en cuanto estaba bien, sumaría algo positivo en su día porque ya le había mirado hacerse todo un lío por despertar tan tarde. De ese modo esperaba ayudar; mientras tanto, iba a enfocarse en la cocina.
Maret compartió mesa con Nereo, mucho antes de que su sobrino llegara corriendo, creyendo que ya era tarde. En ese tiempo, alistó el par de almuerzos para ambos hombres y, mientras copaba de sal la segunda cucharada para su café, fue que el menor de los tres quiso cuestionarle por qué no había preparado una tercera caja con su propia comida, para esa tarde.
Era lunes y sus dos semanas de castigo habían concluido finalmente. Sabiéndose sin paga, con el dinero más que justo hasta final de quincena, el castaño no pudo más que sonreír, suspirando, antes de dar una explicación:—Saldré a comer fuera. No resistiría probar bocado mientras todos me miran mal, ahí adentro.
Los tres arribaron a las oficinas de su trabajo, no sin antes, comprar un par de ramos de flores; uno para el mismo Alphonse y otro para ellos dos. Como supuso, no hubo una sonrisa de bienvenida tanto en la recepción, como en los pasillos, ni en los varios escritorios que quedaron vacíos luego de tan desastrosa reunión. Después de separarse, Maret caminó detrás del rubio, sonriendo, ¿qué más podía hacer sino dar una buena cara y aparentar lealtad a su persona? Le había dicho que no tendría mayor queja suya y, si eso significaba guardar silencio hasta encontrar el punto de inflexión que tanto esperaba, entonces eso era lo que iba a hacer.
La voz del Magistrado al que le servía se hizo escuchar. “Iona”, dijo de repente y el docente levantó el rostro. A lo lejos, a un lado de su todavía escritorio, ambos se encontraron con esa chica que solía rondar su oficina cada día, aquella a la que miraba derretirse cuando el rubio le contestaba. Sin embargo, no estaba sola y eso fue un problema, uno muy grande porque la persona tras de ella hizo que sus pies se detuvieron solos, a mitad del pasillo. Las flores terminaron en el suelo junto a esa sonrisa que había construido, momentos atrás, ¿quién iba a pensar que su farsa terminara, justo ahora?
Hace ciento seis años, en un nido de serpientes, nació un pequeño conejo que al igual que ellos, no entendía cómo había sido eso posible. Se trataba de uno pequeño, inútil e indefenso, otro conejo más que había nacido para ser una presa y que, un siglo después, llegaba ahí ante él, de nueva cuenta y como su predador.
Aquel acompañante suyo pasó a un lado de Nereo, apresurado a recoger el ramo de flores que yacía en el piso. Mientras el rubio hablaba con aquella chica, pudo recordar a su joven hermano corriendo para recibirle cada que llegaba a casa, sumamente desesperado de no verle y con los ojos llenos de lágrimas a causa del miedo que no dejó de sentir después de haber sufrido aquella horrible agresión.
Maret, sí es que todavía podía llamarse así frente de él, le miró abrir la boca mientras le pasaba las flores de vuelta. Estaba por hablar, decir algo, cualquier cosa que iba a terminar con la coartada que tanto tiempo le costó construir. La sangre se le fue al suelo, sin vida, y su mano izquierda no dejó de temblar. Ahí acababa todo, con esa tonta impertinencia suya cuando le miró mover los labios ese viejo nombre, sin utilizar su voz.
"Roel."
Y Maret lo sujetó de la muñeca, de aquella mano sin el dedo anular, ese que le arrebataron luego de su inocente viaje al mundo humano. Pudo escuchar su risa luego de un siglo de no verse.
—¡Ah, con que éste es el secretario inútil que no puede tomarme ni una llamada! —Soltó, de repente.— Pero bueno, ¿qué más iba a hacer si no puede ni cargar un simple ramo para adornar un jarrón con flores? ¡Un total desperdicio!
Hubo un tiempo en el que ambos corrieron juntos en la granja de sus abuelos, en Escocia. La costa cercana, las grandes colinas y la inocencia de su niñez, convirtió aquel lugar como su patio de juegos. Aún en medio de tanta diferencia, ambos tuvieron algo, una relación que se vio mancillada cuando Roel sintió curiosidad por lo que había más allá, donde los humanos vivían.
—Iona me habló de ti, de lo tuyo con Nereo... Es decir, ¡de lo que alguna vez tuvieron! —Otra risa. Siempre tan natural.— Aunque... No creí que tuvieras la indecencia de seguir aquí. Qué cosa tan de mal gusto, ¿no crees? Pero dígame, secretario Maret, —Sus ojos dorados subieron, encontrándose con los del otro mientras era ayudado por él para ponerse de pie. Su agarre flaqueó, era mejor soltarle antes de escucharle decir lo que no quería. Fue tarde.— ¿por qué mejor no renuncia de una vez a todo esto? ¿Quién querría trabajar cerca de un mentiroso? ¡Deberías tener más cuidado, irse a casa! No vaya a ser que le ocurra algo malo en el futuro.
Lo sabía, estaba al tanto de su situación, de ese problema que había quedado perdido en los archivos cuando cambió su nombre, pero no quiso decir nada, justo como él. ¿Qué pretendía con ello, qué ganaba apareciendose ahí? Había crecido bien, incluso más alto que él, era vergonzoso y, sin embargo, se atrevió a tomar al rubio del brazo, tirar de él y obligarlo a escucharle dentro de su oficina. Había dicho que quería una cita con Nereo pero, ¿qué necesitaba decirle? ¿Iba a delatarlo? ¿Le diría que habría amado a una solaria?
Les miró desaparecer y no tuvo nada que decirle a Iona, porque ella también hizo lo mismo. Si Nereo le había visto, no le importaba, sus ojos no podrían sostenerle la mirada de cualquier modo. Pasó la yema de su índice y dedo medio encima de la madera, removiendo el polvo encima de la superficie; necesitaba limpiar toda suciedad que encontrara en ese momento.
Recordaba tan pequeño y tan frágil a ese muchacho que se había plantado enfrente de ambos. Parecía que había sido ayer cuando le escuchaba llorar cada vez que se asustaba porque el sol tenía que partir y también porque tenía que dejarle. Ahora estaba seguro que le superaba por un par de centímetros de estatura, había crecido bien. Lucía como un hombre decente, uno que enorgullecería a su madre de lo atractivo que era pero, esa boca, ese lenguaje tan rastrero y venenoso, hizo que sólo quisiera romperle el cuello mucho antes de poder extrañarle.
El tiempo pasaba y la puerta de esa oficina se mantenía cerrada. Estaba jugando con él, haciéndolo sólo para molestarle. Lo sabía porque Hazel era su querido hermano menor, después de todo.